Una realidad de demasiad@s jóvenes en el siglo XXI

Nina llegó a España cuando ya su papá y su mamá se habían asegurado cierta estabilidad, aun así, no era fácil para ellos. Mustafa trabajaba a jornada completa como celador en una clínica privada porque, aunque era médico, convalidar su formación y experiencia en España estaba siendo una misión ardua y a la que había aprendido a ponerle mucha paciencia.
Asmaa no había tenido tanta suerte y aunque era farmacéutica nunca, por el momento, había conseguido empleo en este sector. Trabajaba por horas en algunas casas en las que se encargaba de las tareas domésticas.
Cuando Nina llegó, todos estaban cargados de ilusión y sueños que no tardaron demasiado en desvanecerse. En casa todo iba bien y tanto Mustafa como Asmaa estaban preparados para enfrentar lo que quiera que trajera este nuevo ciclo, sin embargo, no imaginaron que sería en el instituto donde Nina tendría las mayores dificultades.
Era buena estudiante, hablaba con fluidez dos idiomas y el español (el tercero) no le costó demasiado, pasado un año podía comunicarse perfectamente y aun así, esto no le ayudaría demasiado.
Y es que, Nina “no era de aquí”, esta frase retumbaba en su cabeza a diario y cuando no lo hacía siempre había alguien que se lo recordaba. La cuestión era que se sentía diferente.
Sus notas habían comenzado a bajar y aunque sus padres pensaron que era normal al inicio, al poco entendieron que quizás había algo silenciado que no estaban sabiendo ver. Nina comenzó a quejarse de dolores de cabeza, de tripa… ya no se hacía su peinado favorito y había dejado de sonreír. En casa había aprendido a guardar silencio “mis padres ya tienen suficiente para ocuparse también de esta tontería”.
A su edad, 15 años, no deseaba salir, se entretenía viendo series en su idioma natal o ayudando en las tareas domésticas. Las pocas personas con las que interactuaba en el instituto desaparecían por completo en la tarde o los fines de semana.
Su sueño de vivir en España, con sus padres, se había convertido en una pesadilla que tan solo ella conocía. La inseguridad, la ansiedad, la continua tristeza y las amenazas incrementaban su cada vez mayor aislamiento.
Lo peor para ella era soportar la VERGÜENZA que esta situación le provocaba; estaba convencida de que “algo hacía mal” y de ahí el silencio ensordecedor. Nina no llegaba a entender qué ocurría, lo que sí tenía claro es que giraba a su alrededor y eso, la desbordaba y la paralizaba.
De pronto, odiaba su color de piel, su precioso pelo rizado, su nombre (o más bien sus apellidos) que decía “nadie sabe pronunciar”; había aprendido a tragarse sus lágrimas y a no mirar más allá del espacio que ella ocupaba, le costaba dirigirse a sus compañeras y aún más al profesorado del que pensaba “para qué contar nada… no me van a entender”. Y, por desgracia, no andaba muy descolocada. Cuando alguna vez lo hizo recibió respuestas como «eso es cosa tuya«, «tienes que entenderlos» o «no te preocupes, pasará, solo tienes que poner de tu parte«.
Nina que había sido una niña feliz, que imaginaba un futuro de colores brillantes, poco a poco se iba apagando.
Cuando la conocí no podía marcar episodios traumáticos en su historia, ni siquiera la migración de sus padres lo fue. Ella narraba con ilusión cada paso que dieron para que este proyecto migratorio fuera ilusionante y vivido por todos como una parte de la historia familiar que marcaría un camino lleno de posibilidades. Nunca pensó que las dificultades estuvieran al final del trayecto.
Ahora sí, Nina se sentía amenazada, no tenía herramientas para poder hacer frente a esta situación, que no hacía más que incorporar a su experiencia cotidiana… angustia, asfixia y dolor… un dolor tan grande que era incapaz de compartir.
La tensión y el malestar diario que enfrentaba la iba inundando por dentro y aún no había aprendido a nadar. Por suerte, contábamos con una ventaja, lo que generaba a Nina tanto dolor y malestar no era su familia (aunque a veces pudiera parecerlo), había una posibilidad y tendríamos que ser ávidas porque ella empezaba a desdibujar sus figuras. Tocaba, como diría Íñigo Martinez de Mandojana, ser esa profesional “de bajura” que Nina necesitaba.
En nuestro contexto más cercano hay miles de chicos y chicas invisibles que, como Nina, no son responsables de un mundo lleno aún de tabúes, miedo a lo diferente, injusticias, racismo, xenofobia… es NUESTRA RESPONSABILIDAD dotar a la infancia de miradas amplias, respetuosas, inclusivas, amables y curiosas.
Tod@s merecemos un mundo donde nuestra seguridad esté garantizada.