
El duelo va más allá de la muerte. Hablar de duelo es hablar de pérdida, de despedida, de lo físico y también de lo emocional, de lo que nos decimos y lo que hacemos ante aquello que “perdemos” y sobre todo, de aquello que nos cuesta expresar, sacar a la luz, poner en figura e integrar.
Cuando me decidí a formarme en “Acompañamiento en duelo a través del Proceso M.A.R.” había recorrido ya un largo camino que me llevó a mirarlo desde diferentes perspectivas, desde diferentes metodologías, desde mi mirada de adulta y también desde los ojos de mis hijos, a los que la vida les había mostrado, demasiado pronto, esta otra cara.
Todo lo que leía, lo que aprendía, lo que intentaba integrar me dejaba una sensación amarga, incompleta que empecé a llenar desde mis propios recursos.
Me explico.
Éramos una pareja joven llena de sueños y proyectos que nos habíamos construido, nos estábamos construyendo, muy poco a poco, tejiéndonos a base de comunicación, empatía y mucho, mucho debate. Nuestros orígenes lo requerían, veníamos de culturas diferentes (española y sudanés, educada en la religión católica y musulmán, etc.), con tradiciones dispares y un sinfín de asuntos por resolver.
Cuando pensábamos que muchos de nuestros asuntos existenciales estaban resueltos, decidimos aumentar la familia y nació nuestro primer hijo.
Teníamos un proyecto lleno de luz y éramos capaces de vernos sin perdernos en el otro; deseábamos tener otro hijo y a los dos años quedé embarazada.
Justo en el último mes de embarazo llegó un nuevo torpedo: la enfermedad de mi compañero de viaje, Mohamed, que tras un fracaso renal, debe enfrentarse a sesiones de diálisis en días alternos, a la espera de trasplante.
Mi segundo hijo, nace sin llamar la atención, sin hacer ruido: cuando su papá llega de diálisis, decide que es el momento y sin más, se abre camino; no necesitamos ayuda solo él y yo, pareciera que él sabía lo que ocurría y sé que así era.
De pronto, lo que sería un momento precioso se nubla de miedo e inseguridad. Todos nuestros sueños, todos nuestros proyectos se derrumbaban, como un castillo de naipes… no queríamos conformarnos.
Nos tocaba restructurar (autorregulación sistémica) y no estábamos seguros de ser capaces. Por primera vez supe que me enfrentaba a un duelo, diferente a otros por los que había pasado y que tenía todos los ingredientes: angustia, incredulidad, culpa, necesidad de buscar respuestas, pensamientos dispares, enfado, inquietud, polaridades, preocupación (fisiológicos, intelectuales, emocionales, conductuales y espirituales).
Junto a los miedos, la tristeza y el dolor aparecía un impulso limpio y brillante hacia la crianza, teníamos dos hijos y podíamos “echarnos a morir” o levantarnos y caminar con aquello que nos traía la vida. Si nos lo ponía delante era, no me cabe la menor duda, porque podíamos sostenerlo.
Fueron años duros en los que nuestro sistema familiar se tambaleaba y que conseguíamos equilibrar, no sin esfuerzo y con muchas, muchas ganas de continuar en la misma senda.
Como pareja (subsistema conyugal) nos propusimos no obviar la enfermedad a la vez que buscábamos momentos específicos que favorecieran la comunicación, fomentaran el contacto y recrearan el amor, tal y como lo entendíamos nosotros.
Nuestra presencia cambió irremediablemente con nuestros hijos (subsistema parental); el día a día conllevaba trabajo, tiempo entre hospitales, diálisis y otros muchos añadidos, por lo que fuimos creando espacios familiares (aquí nacieron las “reuniones familiares” de los domingos) donde poder abordar los asuntos que nos preocupaban y favorecer una mayor implicación en la cotidianidad (más allá de la enfermedad).
Queríamos que nuestros hijos supieran lo que ocurría y cómo era para nosotros, por lo que establecimos canales de comunicación comunes a través del juego que les ayudasen a entender, preguntar, acercarse a la enfermedad con normalidad (sin victimismos) como una parte más de la vida, lo que les permitía expresarse con total libertad.
Sin saberlo íbamos elaborando, tejiendo, construyendo una forma diferente de vivir, de estar en el mundo y sobre todo de sentir.
La primera estación a la que llegamos se llamaba “Aceptación”, no había vuelta atrás, si o sí teníamos que aprender a vivir con ello. Comenzamos a hablar del tema, lo confiamos a familiares y amistades, en mi caso volví a escribir y recopilar momentos importantes de nuestra vida.
Nuestro tren no se detenía, aunque cambiaba los ritmos y a veces volvía a alguna estación anterior. Nos costó especialmente atravesar la estación “Conexión con el dolor y la rabia”.
Antes de alcanzarla, maquinamos mil formas para intentar saltárnosla: minimizamos el contacto social, intentamos dar sentido a nuestra “mala suerte”, hicimos como si… Cada uno de nosotros se acercaba de maneras diferentes al dolor o a la rabia. En mis chicos estaba más presente la rabia mientras los adultos conectábamos de manera intensa con el dolor (la rabia llegaba más en momentos de crisis o desequilibrios). Contar y elaborar cuentos a nuestros hijos, narrar nuestra historia, pasear y buscar momentos, acoger cada emoción era, en aquel momento, la única manera que, sentimos, nos hacía bien. En mi caso, las cartas fueron un buen vehículo hacia la comprensión y el abandono de las armas, dejé de luchar con lo invencible.
En esta estación tuvimos que crear un espacio confortable para los cuatro porque nos quedamos más tiempo del imaginado hasta que pudimos recargar energía y dar pasos hacia la sanación (“Saneamiento de las culpas”) y reconciliarnos con nosotros mismos.
En mi caso me costó especialmente lo que yo consideraba la mayor de las ambivalencias: criar como había soñado criar desde el respeto y la conciencia, la alegría y la presencia, la conexión y la comunicación (previsto), a la vez que acompañar a mi marido respetando cada una de sus decisiones (imprevisto).
Pasé por todos los roles hasta encontrar la salida a la siguiente estación. Llegué a ser madre, enfermera, cuidadora, terapeuta… ciega, caldealágrimas, culpable, resignada, inventada, malavarista… tenía que ser capaz de sostener a todos, no derrumbarme y a la vez sentirme bien, no cansarme, pasar días y noche maquinando el día siguiente, no decaer en el trabajo y por supuesto no perder la sonrisa… pisé fondo.
Era un lugar frío e inhóspito, tuve que pedir ayuda para salir de él y poco a poco fui vislumbrando algún rayo de luz.
Cada cual fue creando en esta estación recursos propios y también creamos algunos compartidos: espacios para rezar, espacios para meditar, espacios donde podíamos equivocarnos para crecer, espacios donde mirar nuestro dolor y otro donde ver nuestra inmensa suerte. CRECIMOS.
Y en ese crecer llegamos a la siguiente estación “AGRADECIMIENTO”. Agradecíamos cada día, cada sueño hermoso, poder contar con una máquina que facilitaba los días a mi marido, a papi, visitamos la sala de diálisis, explicamos a nuestros hijos el proceso, mostramos todas las caras de la vida y cómo nos sonreían.
Años después llegó nuestro regalo: el trasplante. Celebramos cada año ese día, 22 de diciembre ¡nunca antes nos había tocado la lotería!!!.
Mis hijos hicieron un camino duro que les hizo posicionarse en el mundo y que, sin lugar a dudas, ha marcado sus vidas.
En todo este proceso comenzamos a dar importancia a los rituales. El día que su papa volvió a casa lo esperaban con fiestas y pancartas, en sus panzas habían dibujado la operación que entendieron hicieron a su papi e iban mostrándola a amigos, amigas y familiares mientras explicaban el proceso. Ahí supe que nuestro camino continuaba.
Seis años después la vida nos envió de nuevo a la casilla de salida y esta vez está siendo distinto. A veces caemos en viejas formas e inmediatamente reconectamos: estamos vivos y SOMOS, la vida es bella y nuestra manera de verla nada tiene que ver con la antigua mirada. Estamos seguros que el nuevo trasplante llegará, a su debido tiempo.
Mientras tanto miramos al futuro con ilusión sin perdernos del presente.
Contarlo así me ayuda a trasmitir la importancia de cuidarnos y vernos con lo que tenemos, con lo que la vida nos pone en figura y es que la muerte forma parte de la vida e integrarla nos permite estar en el mundo más livianas, más atentas, más presente.
Puse nombre a las estaciones posteriormente de la mano de Alma Serra (www.almaserra.com), Carlos Odriozola (www.carlosodriozola.com) y Teresa Garcés, mis maestras y maestro en “Acompañamiento en duelo desde el Proceso M.A.R.” a los que estoy y estaré eternamente AGRADECIDA.
!La vida continúa y yo no quiero perdérmela!!!
GRACIAS