
¿Os imagináis un mundo en el que gran parte de la población tuviera un mínimo de conciencia sobre la huella que padres y madres dejamos en nuestr@s peques?, ¿un mundo donde mirar desde el otro lado fuera habitual? (https://evacarballar.com/2021/05/30/mirar-desde-el-otro-lado/ ).
Cuando conocí a Manu (nombre ficticio) tenía 11 años. Por entonces ya había protagonizado varios episodios violentos graves en los que otros habían sido dañados física y emocionalmente.
La reunión con el cole fue tremendamente reveladora a la vez que triste. El rechazo hacia Manu era evidente por parte de todos y cada uno de los y las profesionales; por más que me empeñé, no conseguí ni una sola cualidad, ni un gesto compasivo, ni un pequeño atisbo de esperanza. Manu era “un pequeño monstruo” – dijeron.
No había solución y entonces, ¿Qué podíamos hacer nosotras?, ¿Cómo podría yo acercarme a él?, ¿De qué manera conseguiría un mínimo vínculo?
La sesión de presentación en la que conocí a su madre no fue mejor y su padre directamente se negó a acudir (dejando por escrito su renuncia), aun cuando no se opuso a que el resto de los miembros de la familia acudieran.
Con las primeras sesiones de evaluación la historia comenzó a iluminársenos. Pudimos saber que Manu nació fruto de un periodo de “luna de miel” de la pareja, habituada a las “idas y venidas” y donde la violencia y la agresión eran “lo normal” (ambos tenían, en aquel momento, orden de alejamiento sobre el otro); así las cosas, sobra decir que no había demasiado lugar para Manu allí y tuvo que aprender a no ser visto, habituarse a no ser complacido en los primeros años e inventar formas de hacerse visible.
A sus 11 años había vivido bastante más situaciones desajustadas de las que le correspondían; de inicio, hacía de barrera entre sus padres intentando evitar lo inevitable, cuando fue creciendo fue aprendiendo a posicionarse de manera intermitente con uno u otro (búsqueda de la “falsa seguridad”), lo que cada cual utilizaba posteriormente para continuar macerando el conflicto, sin pararse ni un segundo a mirar en qué se estaba convirtiendo su hijo.
Cuando conocí a Manu, decía de sí mismo que era alguien “grande, fuerte”, no se permitía jugar en las sesiones “porque eso era de pequeños”. Para él, el espacio de juego era una situación desconocida en la que se sentía incómodo e invadido. A estas alturas estaba pasando de verse a sí mismo como alguien “valiente, fuerte, que podía conseguir lo que quisiera” (El “Rey”, Brazelton y Cramer) a identificarse como “el malo, el violento, el agresivo”, proceso que no era casualidad, Manu comenzaba a desarrollar el área social y, ahora, ésta era la forma que encontró de hacerse visible.
El caso de Manu, como el de demasiados chicas y chicos a los que acompaño no emergió de pronto al llegar a la adolescencia, se trataba de un caso marcado por el trauma relacional temprano, por múltiples formas de negligencia, por la carencia y el desamor.
Su infancia había acumulado fallos en las dimensiones de la seguridad: fracaso en las señales de regulación; estados emocionales que, presumiblemente, la madre no vio, evitó, ignoró y por tanto no atendió; imposibilidad de reparar. El miedo, el dolor de Manu, se reflejaba en su madre como rabia, frustración, la especulación parental no había funcionado correctamente.
Sin duda, el mundo era para él un lugar del que había que defenderse.
Tal y como señala Carlos Pitillas “el trauma relacional conduce a los intentos compulsivos de los pacientes por mantener a raya la desorganización que sobreviene cuando el apego se activa”. Manu había aprendido a vivir así, a no necesitar a su madre, a sus iguales, a sus profes… y de ahí que ante cualquier muestra de amor el leyera “debilidad” y respondiera con el ataque.
Su miedo intenso (y silenciado) y su vivencia de continua indefensión eran su disparador más eficaz y durante años su única protección. Sus estrategias eran ante todo coercitivas: llamadas de atención, comportamientos disruptivos y, a medida que crecía, cada vez más agresiones.
Por desgracia, el escaso tiempo que trabajamos con la familia estuvo marcado, al igual que la vida de Manu, por la ausencia de su padre y el continuo boicot por parte de su madre quien decidió “no poder ni querer continuar porque su hijo era un caso perdido y nosotras no la entendíamos”.
A los pocos meses acudió al Servicio de Protección y dejó allí a Manu, su padre se negó igualmente a hacerse cargo de él. A día de hoy continúa tutelado por la administración pública.
No puedo evitar soñar con que encuentre una figura de apego transitoria que pueda mostrarle lo que realmente es el amor.
“No basta con que un niño nazca, hay que traerlo al mundo”.
D.W. Winnicott
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BIBLIOGRAFÍA
- ESTALAYO A., RODRIGUEZ O., GUTIERREZ R., ROMERO J.C. (2021). Psicoterapia de vinculación emocional validante. Octaedro. Barcelona
- PITILLAS SALVÁ, C. (2021). El daño que se hereda. Desclée de Brouwer. Barcelona